En tiempos de secuelas de feminismos a ultranza y discusiones de género, fastidiada de mis propios enconos, un alegato medio abatido me viene hilvanando las molestias...
Y concluyo, cansada: “el hombre nos libera”, no sólo la píldora, el trabajo y el divorcio. Mejor dicho, la presencia de un hombre nos libera.
Nos libera de las incomodidades cotidianas de presentarnos como mujeres autónomas o autogestionadas, ergo, nos libera de la responsabilidad de asumir todas las responsabilidades.
Nos libera del abismo izquierdo-derecho de una cama de dos plazas que en las noches largas se convierten en el símbolo mismo del infierno, pero frío...
La presencia masculina, más o menos cercana, nos libera de la tentación de sostener discusiones con el gesto adusto, constreñido, para que nos tomen en serio, porque no portamos un hombre al lado que discuta por nosotras...
Nos liberan de tener que hacer como si nada, a la hora de medir el agua y el líquido de frenos y averiguar cómo se riega un árbol de levas antes de ir al mecánico...
Nos libera de las explicaciones de siempre a la vieja vecina de al lado, que pregunta por qué aún no nos casamos...
Libera de tener que aprender a hacer asados, descorchar los vinos, y elegir entre perfumes de sándalo o maderas para el próximo invierno...
Y si estos simples argumentos no alcanzaran, aunque no muy convencida, insisto en repetirme: la presencia de un hombre siempre nos libera de algo. Aunque sea, del hombre que lo precedió.
Y concluyo, cansada: “el hombre nos libera”, no sólo la píldora, el trabajo y el divorcio. Mejor dicho, la presencia de un hombre nos libera.
Nos libera de las incomodidades cotidianas de presentarnos como mujeres autónomas o autogestionadas, ergo, nos libera de la responsabilidad de asumir todas las responsabilidades.
Nos libera del abismo izquierdo-derecho de una cama de dos plazas que en las noches largas se convierten en el símbolo mismo del infierno, pero frío...
La presencia masculina, más o menos cercana, nos libera de la tentación de sostener discusiones con el gesto adusto, constreñido, para que nos tomen en serio, porque no portamos un hombre al lado que discuta por nosotras...
Nos liberan de tener que hacer como si nada, a la hora de medir el agua y el líquido de frenos y averiguar cómo se riega un árbol de levas antes de ir al mecánico...
Nos libera de las explicaciones de siempre a la vieja vecina de al lado, que pregunta por qué aún no nos casamos...
Libera de tener que aprender a hacer asados, descorchar los vinos, y elegir entre perfumes de sándalo o maderas para el próximo invierno...
Y si estos simples argumentos no alcanzaran, aunque no muy convencida, insisto en repetirme: la presencia de un hombre siempre nos libera de algo. Aunque sea, del hombre que lo precedió.